Axis (Capítulos 1 y 2 gratis)

1

Una semana después de mi fallido suicidio y una vez curado de mis heridas de guerra —que eran muchas—, decidí tomarme la vida menos en serio. Fui incapaz de acabar con mi mísera vida. He caído en la cuenta de que soy un cobarde para suicidarme, pero valiente para otros asuntos.

He buscado trabajo e intentado ser útil para la sociedad, pero me he topado con el inconveniente de que tengo cuarenta años y poca formación académica. No tengo minusvalía y no soy inmigrante. Cada vez entiendo menos la política. Estoy en el hoyo y me ponen el pie para que no salga a la superficie. Me impiden respirar y aportar algo al sistema.

No encontré ningún trabajo legal. Era el momento de usar mis contactos de los suburbios donde me muevo como pez en el agua.

Me aseé en el minúsculo baño de la buhardilla. Necesitaba salir a la calle, tomar un trago, cortejar a una bella señorita y sentirme más vivo que nunca. Sentirme vivo. Paradójico, ¿verdad? Me afeité con la misma cuchilla con la que lo había estado haciendo durante el último año. Para qué cambiar. Nos conocíamos muy bien. Estaba listo para encaminarme hacia la luz del día.

Me encarrilé a buscar el trabajo ansiado, fuera el que fuese. Me daba igual la legalidad de este, ya que no encontraba ninguno; no me daban la oportunidad por las razones que acabo de explicar. Me encaminé hacia mi nueva vida. Dejé el suicidio a un lado, ya que fue una experiencia nefasta y caminé hacia la luz, la que me ofrecía el sol de julio. Empezó a darme sed y pensé que el bar de Miguel sería un buen sitio. Me vendría bien ver a viejos conocidos.

Al leer el cartel del bar, me reconforté por los buenos ratos que había pasado allí. Al entrar, Miguel me saludó con mucha amabilidad. Lo malo es que no sabía que le iba a pedir fiado el quinto que estaba a punto de servirme. Me sirvió la cerveza. Me acodé en la barra y me senté en un taburete. Había poca gente en el local. Hacía demasiado calor para salir a la calle. No hablé con nadie. Únicamente disfrutaba de mi cerveza bien fría.

Me di la vuelta con la espalda apoyada en la barra. Un abuelo echaba dinero a la máquina tragaperras. Lo estaba desplumando. Otro bebía un carajillo leyendo la prensa y yo observaba lo que hacían. Agarré el quinto por el cuello y de reojo vi algo que no podía creer. Un conocido de hace años, Manolo el Albañil, entró al bar vestido con una chilaba y sandalias. Miré a Miguel. Cuando mi mirada de asombro interceptó la suya hizo una mueca socarrona.

Como siempre había hecho, Manolo pidió un carajillo bien cargado y se sentó en un taburete justo en el centro de la barra. Me vio, pero no me dijo nada. Yo lo miraba haciendo cruces y pensando: «Este tío odiaba a los moros. Por lo menos, desde que lo conozco». En el pasado, trabajé para él de peón un par de veces.

—Aníbal, ¿no me conoces o qué? —espetó Manolo sin mirarme a la cara. —Claro que te conozco. Y me pregunto por qué llevas puesta esa chilaba. —Acércate, que te invito a otra cerveza y te lo cuento.

Me llevé el taburete a su lado y me senté. Miguel me sirvió otro quinto. Estaba secando vasos con un trapo de color blanco justo enfrente de nosotros para no perder ripio de la conversación.

—Te preguntas por qué visto esta chilaba blanca si siempre he odiado a los moros. Desde que me conoces sabes que nunca he podido verlos —explicó mirándome a los ojos con los suyos de color marrón.

Asentí.

Antes de proseguir, Manolo rondaba los cincuenta años. Era calvo; el cabello que le quedaba lo tenía invadido de canas. Era regordete, su barriga cervecera lo atestiguaba. Le gustaba comer, beber e ir de putas. Siempre había sido soltero. Su sueldo como albañil de reformas se lo gastaba en disfrutar de la vida. Como persona, era un tipo leal y buen conversador. Un hombre corriente. Sigamos con la conversación:

—Mira, te explico. Dejé de ser autónomo porque la tasa subió muchísimo y para el poco trabajo que tenía no me salía rentable trabajar por mi cuenta. Encontré trabajo en una pequeña empresa de construcción en 2015. Pues resulta que mi jefe era un pirata. Un buen día se largó y cerró la empresa. Como imaginarás, me quedé en la calle con cincuenta años.

Paró un momento para sacar el tabaco de liar. Me ofreció y me lie uno.

—Bueno, pues comencé a buscar trabajo por mi cuenta. No salía nada que mereciera la pena. Fui a la oficina del paro y me dijeron que no tenía derecho a subsidio porque vivo solo y no tengo cargas. Me quedé pensativo un momento y le pregunté por qué los moros tenían ayuda si eran inmigrantes. La tía me contestó que por eso mismo. Me aconsejó que hiciera cursos para obtener mejor formación.

—¡Vaya! —exclamé.

—No me interrumpas, que pierdo el hilo. La cosa es que empecé a elegir cursos. Hice dos y me cansé de perder el tiempo porque lo que quería era trabajar. Lo que me dijo la funcionaria sobre los moros me dio que pensar. Y un buen día, cuando no tenía un chavo en el bolsillo, vi a un moro que trabajó conmigo en la empresa de construcción. Le conté mi situación tomando un café. Le dije que estaba desesperado y todo eso. Debía de caerle bien a Hassan, porque me recomendó que me convirtiera al islam: «Si te conviertes a mi religión, podrás disfrutar de lo que tengo yo. Paga por no trabajar, el alquiler pagado y si tienes hijos te pagan unos 100 € por niño. ¡Y sin dar golpe!».

»Así que seguí sus instrucciones y en unos meses estaba convertido al islam. En la mezquita me aconsejaron que me casara. Lo hice. Estoy casado con un buena mujer mora mucho más joven que yo. Y como hemos tenido un bebé, cobramos por él. Todo lo que nos haga falta de la farmacia está subvencionado, y también la comida y el alquiler. Así que, ¿qué mejor vida podría haber esperado como cristiano?

—Vaya, tío. Me dejas de piedra. ¿Vas a rezar a la mezquita y practicas el ramadán? ―pregunté intrigado.

—Pues claro. Soy un converso con todas las consecuencias. En la mezquita estoy aprendiendo árabe. Es muy difícil, pero es de lo poco que me piden. Entre tú y yo, me he convertido por supervivencia. Necesitaba dinero y lo obtengo del Estado por justificar que soy musulmán. Imagínate hasta qué punto los ayudan para que vivan en España como reyes. ¿Entiendes por qué vienen tantos? Vienen aquí a sangrarnos, y yo me llevo mi trozo del pastel.

Pidió a Miguel otra cerveza para mí. Me quedé petrificado ante sus palabras. No por lo de que vengan aquí a sangrarnos, ya lo sabía, sino porque fue sumamente inteligente para convertirse y sacar provecho de ello. Me alegré por él.

—Tengo que irme, Aníbal. Espero que nos veamos por aquí, te invitaré a comer el magnífico cuscús que hace mi mujer. Nos vemos.

Se marchó previo pago de la cuenta. No volví a verlo en un largo periodo de tiempo.

Miré a Miguel y me dijo que estaba loco de remate, pero que se alegraba por él.

—Por lo menos, tiene una familia —apuntó.

Como no tenía ni un euro en el bolsillo, una vez que me bebí la cerveza, me levanté para marcharme, pero cuando me disponía a largarme entró Toni. Sonrió al verme.

—¡Hombre, Aníbal! —exclamó con cierto júbilo.

—Toni… hola —saludé.

—Miguel, ponte dos tercios.

Indicó con la mano que fuéramos a una mesa. Lo seguí. Éramos colegas desde hacía mucho. Me senté a su lado.

—¿Cómo te va? —preguntó.

—He estado mejor.

—Parco en palabras, ¿eh? ¿Se me nota que he tomado tus consejos de leer?

—Sí, eso parece.

Miguel trajo las cervezas.

—Pues sí. He estado leyendo novelas y eso. ¿Y tú? ¿Qué haces?

—Nada. No hago nada, pero busco trabajo —añadí tomando el botellín por el cuello para llevarlo a mi boca.

—Entonces estás con el tío idóneo. Tengo algo entre manos y tú eres mi hombre.

—¿De qué se trata? —pregunté escéptico.

Toni y sus intrigas no me daban buena espina por lo que habíamos pasado juntos tiempo atrás. Ese gordo era un buen hijoputa.

—Nada del otro mundo. Estoy colaborando con una organización para traer tías a los puticlubs. No es nada peligroso. Y tú vas a ser mi conductor. Si quieres, claro. Seguro que querrás porque te hace falta el dinero —dijo muy seguro de sí mismo.

—Trata de blancas. Eso es un delito, Toni. No sé si me interesa, pero el dinero es necesario.

—Calla, no lo llames así —corrigió en voz baja.

—Vale. ¿Cuándo empezaría si acepto?

—Mañana. Te prestaré un coche con el bastidor y la matrícula cambiados. Viajarás a Alicante a una dirección que te daré y te traerás a las payas. Las dejarás en otra dirección de aquí, en Murcia. Todo muy sencillo. Lo único que tienes que hacer es conducir.

—¿De cuánto dinero estamos hablando?

—Je, je, je. Dos mil pavos por viaje. Sería uno por semana, y ya te llevas ese dinero. ¿Te hace?

—Creo que sí.

—¿Crees? ¿Sí o no? —insistió.

Lo pensé un segundo. Aunque mirándolo bien había poco que pensar. Solo debía decir sí o no.

—Sí. Por qué no. Lo haré. Trabajaré para ti.

—Perfecto. A las ocho de la mañana espérame en la puerta del Lolita´s Club. El coche está en un aparcamiento cercano.

—Vale. Allí estaré.

—Ahora vete. Mañana nos vemos —dijo mirándome a los ojos.

—Hasta mañana.

En la buhardilla, estaba tumbado en la cama boca arriba. «Necesito el calor de una mujer».

Me levanté y me senté en el improvisado escritorio a escribir lo que fuese: «Soy un mero espectador de la barbarie humana. No participo en esta muerte silenciosa y poco digna. A veces, los sueños pueden ser premonitorios. Un sueño se cuela en mi inconsciente y lo recuerdo como si fuera una película grabada en Súper 8. El suelo se resquebraja bajo mis pies, lucho por no caer y corro como alma que lleva el diablo. Los edificios se derrumban y no me queda otra opción que huir. El caos me rodea, nos rodea y no podemos escapar de él.

¿Qué es el arte? ¿Una forma de expresión? Es lo que nos han enseñado desde siempre, pero yo creo que es mucho más. He llegado a la conclusión de que es una perversión como cualquier otra cosa inventada por el ser humano. El ser humano es perverso, incluso maléfico. La raza humana es un error, los humanos somos la perversión de Dios; una fatalidad.

Al escribir esa palabra me acuerdo de Nietzsche. El hombre es una fatalidad y una perversión. Somos la corrupción del Creador. Su antagonista, Lucifer. Lo contrario al bien es el mal y lo contrario a Dios es el Diablo y el ser humano: su perversión privada.

Somos una broma de alguien con mucho sentido del humor. Nacimos para ser depredadores de lo que nos rodea. Llegamos a un lugar, acabamos con los recursos naturales y luego hacemos lo mismo en otro sitio. Si eso no es perverso, que me digan qué lo es.

A dos mil años luz está mi hogar. Estoy demasiado lejos para alcanzarte. Estás a siglos de mí. ¿Dónde estoy? ¿Dónde estás?».

El calor me asfixiaba y pensé en salir a dar un garbeo y comprar un litro de cerveza en el chino para tomármelo en un parque. Al día siguiente, comenzaría mi nueva aventura trabajando para Toni, pero antes debía prepararme para la hazaña física y mentalmente. ¿Dónde estará esa mujer que me saque de este quicio? Un polvo estaría bien para aliviar tensiones. Un polvo me salvaría de la locura. ¿Para qué se inventó el sexo? Para sacarnos del tedio inmersos en su interior. ¿Dónde está?

Bajo mi pulgar hay una pulga, muerta y reventada por la fuerza del dedo. ¿Cuándo la maté? No lo recuerdo. ¿Es una premonición? Ni idea. Me largo de aquí.

Compré el litro y caminé hasta un pequeño parque. No había nadie, solo había un tío negro acostado en un banco. Me senté en uno cercano, pero pronto me aburrí. Me acerqué al negro y le ofrecí cerveza. Se incorporó de inmediato. Aceptó el trago. Me invitó a sentarme a su lado.

—Se agradece un trago de cerveza con este calor —dijo con acento marcado antes de beber.

—¿Qué haces aquí? —le pregunté.

—Este banco es mi casa.

—Vaya, una casa sin tabiques ni puertas. Eres libre —apunté, pidiendo la cerveza.

—Sí, soy libre. Mi vida es una cruzada en todo su esplendor. No sé cuándo comeré ni si tendré un resguardo para el frío que se avecina.

—Tu acento es francés y bastante cerrado.

—Soy del Congo. Estuve unos años en París, pero vine al sur buscando calor. Vine a España a buscarme la vida —dijo sacando un cigarrillo arrugado.

—Ah, muy bien. Has venido al lugar idóneo: el desierto. —Las risas de ambos nos acercaron y nos miramos con complicidad.

El tío apuntaba una calvicie preocupante y tenía un brillo muy especial en los ojos. Me cayó bien. No tenía el típico cuerpo africano esculpido por los dioses. Era más bien raquítico y con una chepa creciente.

—Por cierto, me llamo Aníbal —dije tendiéndole la mano.

—Youssou, encantado.

Nos estrechamos las manos. Hablamos mientras quedó cerveza, fumamos y nos quedamos un rato en el banco asándonos de calor. Por lo que adiviné, esa tarde a ninguno de los dos nos preocupaba el futuro. A él un poco más que a mí. Nos parecíamos bastante. El calor me hizo pensar en la buhardilla. Nos despedimos.

Las paredes del habitáculo se estrechaban. El calor me mataba poco a poco. El ruido de la calle, ensordecedor y malvado, me enloquecía por momentos. Un sonido bajo la puerta me devolvió a la realidad. Miré y, como por arte de magia, un papel doblado por la mitad yacía en el suelo. Lo cogí. Rezaba lo siguiente:

Aníbal, si no me pagas lo que me debes de aquí al final de semana tendrás que irte.

Parece ser que a mi compadre Manolo ya no le agradaba la idea de que viviera de gorra. Yo no había caído en el problema del alquiler. El dinero y solo el dinero rige esta sociedad de andobas. En realidad, pagar el alquiler no era el principal de mis problemas. Cuando Toni me pagara el trabajo solventaría la deuda y le daría unos meses por adelantado a Manolo. Así se callaría la boca.

Arrugué la nota. Me volví a tumbar en la cama. Asombrosamente, tenía la mente en blanco, bueno no, un pensamiento abordaba mi cabeza: el suicidio. Volvió a mí en forma de recuerdo. Lo intenté y no salió bien. ¿Para qué volver a hacerlo? Para atrás, ni para coger impulso, ¿no? Me dormí.

2

A las ocho de la mañana estaba en la puerta del Lolita’s Club. Toni llegó puntual en su coche y fuimos a por el transporte que me llevaría a la ciudad de Alicante. Antes de iniciar el viaje, me dio un papel con la dirección del sitio donde debía recoger a las chicas.

—Pregunta por Vladimir, es el contacto.

—Vale.

Nos despedimos y entré en el coche, un BMW azul oscuro. No estaba nada mal el «carruaje». Lo mejor era el aire acondicionado. Arranqué y allá fui. Tenía el depósito lleno, así que podía hundirle el pie en el acelerador sin preocuparme por el carburante.

La conducción me distrajo de los pensamientos de oscuridad y caos. Los delirios desaparecieron y me centré en el trabajo. Hice el camino por la autovía con la radio puesta, y San Francisco sonaba a tope. «Cómo me gusta esta canción», pensaba mientras mis ojos estaban puestos en la carretera. En una hora y media llegué a mi destino. El GPS me llevó por el camino más largo. Maldita tecnología.

Aparqué el coche en la puerta del lugar. Era un club nocturno de esos que abren de madrugada y donde solo hay restos de personas de otras fiestas. Me los conozco bien. Pulsé el timbre y salió un tío de unos dos metros, corpulento y con apariencia del este. Tenía todas las papeletas de ser el tal Vladimir.

—¿Eres Vladimir? —pregunté sin dejarme intimidar ante el «oso» que tenía delante.

—Sí.

—Vengo a recoger el paquete para Toni.

—Llegas tarde. 19

—Lo sé. El tráfico, ya sabes.

El grandullón me miró con semblante muy serio. Las personas como él son inestables. No sabes cómo reaccionar cuando los tienes delante. Son imprevisibles y eso los hace peligrosos.

—Espera aquí.

Me enchufé un cigarrillo y me apoyé en la pared del local. Llegaron dos tíos y una tía bastante puesta. Entraron tambaleándose con los ojos encendidos. Salieron unos cuantos y unas cuantas preguntando qué adónde iban. Uno dijo de ir a comer churros con chocolate y las tías dijeron que no, que querían más fiesta. En ese momento, Vladimir abrió la puerta: cuatro chicas salieron del local en malas condiciones para viajar. Al mirarlas a la cara supe que me darían el viaje.

—Estas tías no están bien. Están drogadas —dije a Vladimir.

—Es lo que hay. A partir de aquí son tuyas.

El «oso» entró de nuevo al club nocturno. Las repasé una a una. Todas estaban colocadas, aunque me pareció más un cuelgue para tenerlas atontadas que para pasárselo bien. Abrí una de las puertas traseras del coche y entraron una a una como corderitos. Arranqué y dirigí el coche de vuelta a Murcia.

Puse la radio en la emisora de música rock que escuché durante la ida. Las chicas no hablaban, parecían mareadas. Les pregunté si querían que parara. No hubo respuesta. Me preocupaba que hicieran alguna tontería. Pulsé el botón del cierre centralizado. La música me abstrajo en la labor de conducir. Encendí un cigarrillo. Los «paquetes» se quedaron dormidos y sentí un gran alivio. Una de ellas dijo algo ininteligible, pero en general parecían no sentir nada.

Al tomar la salida hacia el destino llamé a Toni al móvil. Me dio la dirección de entrega. Lo que me mantenía a tope y concentrado eran los billetes que me iba a pagar por el transporte. «Dos mil, dos mil, dos mil euros». No estaba nada mal esa cantidad por tres escasas horas de trabajo.

Llegué al destino sin contratiempos. En cuanto apagué el motor en la puerta de un puticlub salió un negraco. Abrió la puerta trasera derecha y las sacó una a una. Toni salió de dentro del prostíbulo y me dijo que entrara con él. El local estaba vacío. Hasta el negro desapareció cuando metió en el prostíbulo a la última chica, del este, rubia y muy blanca de piel. Al entrar en el puticlub, el sol se quedó tras la puerta de entrada. La luz la ofrecían las pobres bombillas de la barra. Me pareció una de esas películas sobre el más allá. La única camarera parecía que al servirte la bebida te daba un transporte al cielo o algo así.

—Toma —dijo Toni dejando un sobre encima de la barra.

Lo cogí y lo metí en el bolsillo trasero derecho del vaquero.

—Gracias.

—¿Qué vas a tomar? —preguntó mi «jefe».

—Una cerveza.

La camarera de origen del este sirvió dos tercios de Heineken.

—Estate localizable, que pronto tendrás más trabajo. Oye, ¿qué te han parecido las tías? —preguntó antes de dar un trago.

—Estaban drogadas, así que no me parecen nada.

—Ya. Las drogan. Imagino que ya sabes lo que hay.

—Sí, claro. Debo irme, Toni.

—¿Te llevo a algún sitio?

—No. Prefiero ir andando.

—Como quieras. No te pierdas, te voy a necesitar.

—Vale. Adiós.

—Chao, Aníbal.

©Pedro Molina

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